Angie Fiorella Barreto Mere luchó con valentía contra una terrible enfermedad durante siete años. Ella es un gran ejemplo de lucha por la vida.
Escribe Ornella Mere
Angie Fiorella Barreto Mere había nacido “sana” hasta que, en 1997, a la edad de dos años, los médicos detectaron que padecía de Leucemia. Primero, la madre observó una extraña cojera de la pequeña: era la primera señal del inicio de la enfermedad. La extrañeza fue tal, que su madre, finalmente, decidió llevarla al hospital de la Policía Luis N. Sáenz en Jesús María.
El diagnóstico de los médicos era de que Angie tenía una fractura en la pierna, además de cuatro de hemoglobina, por debajo de lo normal que es 15, y con esto también quedaría en evidencia de que, lo que padecía la pequeña era una de las enfermedades más agresivas que puede existir: la leucemia de nombre científico Linfoma de no Hodgkin.
Los médicos no podían creer cómo esa pequeña niña seguía viviendo en esas condiciones. Inmediatamente la internaron y ella empezó con el tratamiento de quimioterapia.
Los años siguientes para Angie y su madre fueron de lucha y constancia. El hospital se había vuelto el día a día para ellas. La pequeña Angie, a los cinco años, soportaba dos días a la semana de quimioterapia; a veces, hasta cinco días seguidos.
Lo admirable de nuestra pequeña protagonista era que, a pesar de todos los tratamientos que le hacían, no dejaba de sonreír, lejos de todo pronóstico tenía apetito, comía muy bien, a diferencia de otros pacientes, que cuando se les realizaba quimioterapia no les daba hambre y vomitan.
Los síntomas que sentía Angie por la enfermedad eran sueño y debilidad en todo su cuerpo, además tenía el hígado y el bazo muy grandes y los ganglios inflamados.
Pasó el tiempo y Angie ya tenía ocho años, los malestares iniciales se habían detenido. Esto era un alivio para sus padres. Su vida se había normalizado, iba al colegio, jugaba. Realmente estaba tranquila y sin preocupaciones, claro, siempre con la supervisión por si algo ocurría nuevamente.
A los nueve años, Angie le pidió a su mamá visitar a la familia de su papá en Huaraz. Ahí, se metió a una piscina. La pequeña por la condición de la enfermedad, no le permitían tener contacto con piscinas, mar o lagos, ya que estos la podían contaminar. Su sistema inmunológico era muy frágil. Como la enfermedad no se activaba hace mucho, se confiaron. Esto fue un grave error. El mismo día que ingresó a la piscina le salieron una especie de ronchas en la piel.
De inmediato, viajaron a Lima nuevamente y la internaron. La enfermedad se había vuelto a reactivar. Fue un golpe muy duro para los padres de Angie, sobre todo, para la madre que era la que siempre estuvo al lado de su hija en todo momento. Tristemente la pesadilla había regresado.
El 10 de noviembre del 2005, la pequeña Angie ingresó a cuidados intensivos. La niña se sentía muy mal. A la mamá, los médicos le hicieron escoger entre seguir con las sesiones de radioterapia que era una sesión más fuerte que la quimio o en administrarle morfina. Angie, directamente, le comunicó a su mamá que ya no quería más quimio. Ángela, al escuchar esto, de su pequeña solo optó por la morfina y procedieron a administrársela.
Los médicos le comunicaron a Ángela que le daban, a lo mucho, tres días de vida a su hija. Escuchar esas palabras de los doctores afectaron mucho a la madre, pero tenía que ser fuerte y darle apoyo a su pequeña. El 15 de noviembre, a las 10 de la mañana, fue un sacerdote a hacerle la primera comunión a Angie.
Los padres ya sabían cuál iba a ser el triste final. Ese mismo día, la madre se quedó a dormir con su pequeña hablándole y cantándole hasta el día siguiente.
El 16 de noviembre de ese mismo año, Angie se levantó y sentada, mirando al techo, le dijo a su mamá que no podía ver. De inmediato, Ángela llamó al médico para que la examinara y él le comentó que la enfermedad de la pequeña se había generalizado afectando la vista.
Al medio día, Angie pidió caldo de gallina y un plátano. Esos alimentos eran sus preferidos, y ese día los comió como si nunca los hubiera probado. Realmente lo disfrutó.
A las ocho de la noche, fue una enfermera a retirarle las vías a la pequeña. Ángela estaba sosteniendo la mano de su hija; sin embargo, no se dio cuenta de que su niña se estaba yendo poco a poco. El sonido del monitor donde se controlan las pulsaciones se aceleraba cada vez más.
La desesperación invadía a Ángela, quien en un intento por detener lo inevitable, abrazó fuerte a su hija y le pidió que no la dejara. Estas palabras reanimaron a la pequeña, pero la enfermera le dijo a Ángela que dejara que la niña se fuera en paz. La madre en negación no soltaba en un ningún momento a Angie, a quien llamaba por su nombre desesperadamente, hasta que finalmente se tranquilizó y, cantándole al oído a la pequeña, se despidió. Angie murió en los brazos de su madre el 16 de noviembre del 2005, a las 8 de la noche.
“Mi Angie luchó hasta el final, pasé con ella días y noches batallando con la maldita enfermedad, realmente ver a mi pequeña en esas condiciones era duro tanto para mí como para su padre. Ella se hacía querer muy rápido por todas las personas que la conocían. En el hospital, era ella bien conocida por su optimismo y su carisma, realmente era un angelito. Junto a su padre movimos cielo, mar y tierra para que nuestra pequeña se recuperara, pero finalmente, después de tanta batalla, la enfermedad se la llevó”, comentó la madre.
Para el entierro de Angie, Ángela la vistió con un hermoso vestido blanco como si fuese a hacer la primera comunión. Los familiares y amigos de los padres de Angie fueron a despedirla. Se había ganado el cariño de todos. La sepultaron en el cementerio Santa Rosa de la Policía en Chorrillos, en medio de flores y lágrimas de dolor y tristeza. La pequeña guerrera había partido. Esta crónica es un homenaje a ella y a su recuerdo.